junio 13, 2013

Castillo de Cristal

La tercera Ley de Newton nos dicta que a toda acción corresponde una reacción en sentido contrario y de igual intensidad. Esta ley no aplica para las ciencias humanas, no en educación, ni necesariamente en cuanto a la formación emocional.

Así lo demuestra Jeannette Walls es su autobiográfico libro Castillo de Cristal (2009).

Leerlo es sufrir, sobre todo si eres mujer y más, si actualmente tienes hijos pequeños (de hecho mi madre no soporto su lectura y lo dejó a la mitad).

Jeannette narra su vida nómada con dos padres que vivieron al margen de la costumbre de ser formadores y proveedores. Un padre con muchos sueños, pocas acciones, diversas maneras de pasarse la vida intentando sacar el mejor provecho de todo y dar el mínimo trabajo. Una madre soñadora, que vivía anhelando los tiempos de riqueza familiar anterior a su matrimonio fallido.

Viajaron y vivieron en diversas ciudades,  se las ingenieron para sacar buenas calificaciones, para no morir de anemia, para no ser violadas, para cuidar su dignidad. Su espíritu de lucha y de sobrevivencia se impuso ante las vejaciones de que fueron objeto ella y sus hermanos -en especial los tres mayores-.

La narrativa no tiene complicaciones, va en sentido cronológico, son los hechos reales (o recordados como tal) los que sobresaltan, los que llegan a la médula.

Las reflexiones en torno pueden ser diversas, yo me he quedado con las siguientes: nadie puede hacerte perder tu sentido de vida (ni siquiera tus progenitores) a menos de que tú se los permitas y hay que disminuir la sobreprotección con los hijos porque puede terminar por hacer más daño que quizá el abandono más consumado como fue el que sufrió Jeannette Walls.

dfcg

junio 04, 2013

Uno de un periódico

Por estar tan acorde a lo que creemos en Esdrújula, Crianza y Lectura, compartimos este artículo encontrado en un periódico español llamado ABC.es

Espero les sea útil y contribuya.


¿Por qué a muchos niños no les gusta leer? Quizá toda la culpa no la tengan la televisión y las consolas

Día 30/05/2012 - 16.14h

«Haced lo que queráis, porque de todas maneras lo haréis mal», decía Sigmund Freud a las madres. Quizá fuera demasiado extremo, pero lo cierto es que con toda la buena voluntad del mundo, a veces los padres se equivocan. Todos querrían ver a sus hijos devorando libros y disfrutando al leer mientras aprenden sobre mil y un asuntos, pero en su empeño por fomentar la lectura, el tiro les sale por la culata. ¿Qué falla?
No «hay que leer». Ya lo decía el escritor francés y profesor de literatura Daniel Pennac en el ensayo «Como una novela» con el que lleva abriendo la mente a muchos padres y educadores desde hace 20 años: el verbo leer, como el amar o el soñar, «no soporta el imperativo». Leer es un derecho, no un deber. Es inútil obligar a leer y además resulta contraproducente porque no se transmite una afición por la fuerza.
No se contagia un «virus» que no se tiene. Si los padres no leen o sus hijos no les ven leer, difícilmente podrán convencerles de que se lo van a pasar bien leyendo. Las personas a las que les gusta leer normalmente han tenido algún familiar que les ha transmitido la pasión por los libros. La falta de tiempo no es excusa porque cuando algo realmente se quiere, se busca el tiempo, insiste Pennac.
La lectura, no siempre en soledad. Leer a un niño «es una práctica fundamental, tal vez la más importante y eficaz sobre todo con los niños que tienen dificultades para leer y les cuesta un gran esfuerzo», señala el maestro, licenciado en Historia y logopeda Pablo Pascual Sorribas. Al escuchar a sus padres, comprenden mejor el mensaje y disfrutan con la historia.
¿...y por qué en silencio? «¡Extraña desaparición la de la lectura en voz alta. ¿Qué habría pensado de esto Dostoievski? ¿Y Flaubert? ¿Ya no tenemos derecho a meternos las palabras en la boca antes de clavárnoslas en la cabeza? ¿Ya no hay oído? ¿Ya no hay música? ¿Ya no hay saliva? ¿Las palabras ya no tienen sabor? ¡Y qué más! ¿Acaso Flaubert no se gritó su Bovary hasta reventarse los tímpanos? ¿Acaso no es el más indicado para saber que la comprensión del texto pasa por el sonido de las palabras de donde sacan todo su sentido?», escribía Pennac.
No al constante «¿qué has leído?». Examinar a los niños de cada capítulo o cada libro convierte un placer en un examen, con la ansiedad que de ello se deriva. Conversar sobre un libro que se ha leído fomenta la lectura, siempre que el niño no se siente como en un banquillo. Es el «derecho a callarse» de todo lector, porque ¿a quién no le molesta que le pregunten qué ha entendido?
No a los clásicos por obligación. La escritora Ángeles Caso describía en el artículo «Lectores del siglo XXI» cómo se enamoró de la literatura: «No recuerdo que me padre me negase nunca un libro. Ni por bueno ni por malo, ni por demasiado sencillo ni por demasiado complicado, ni por moral ni por inmoral. En mi casa leíamos con la misma fruición los «Cuentos del conde Lucanor» y las historietas de Tintín, el «Poema del Cid» y las trastadas de Guillermo Brown...». Y añadía: «Si alguna vez le devolví un libro sin terminarlo, lo recogió con la misma sonrisa con que me lo había entregado, sin hacerme sentir culpable o tonta por mi desinterés». Los padres pueden alentar y estimular, pero los lectores tienen derecho a elegir.
No al «hasta que no lo acabes, no hay televisión». La televisión se convierte así en un premio y la lectura en un trabajo, en el peaje necesario hasta la tele, una contradicción. Y puede ser la tele, o la consola...
Miguel de Cervantes decía: «El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho». No pongamos zancadillas.