En
mi entrada anterior sugerí que durante mis años como universitaria la lectura
se convirtió por primera vez en mi vida en un acto doloroso, y hablo de dolor
en el sentido amplio del término: leer me producía enormes dolores de cabeza,
además de hacerme sentir siempre fuera de lugar.
Empecé
la universidad con la candidez y expectativa de una adolescente que no tenía la
menor idea de lo que iba a hacer de su vida, elegí estudiar psicología porque me interesaba la mente, la
locura y temas del tipo, pero no tenía ninguna certeza o noción de lo que realmente estudiaba esta rama del
conocimiento. Con la misma incertidumbre con la que inicié la licenciatura
emprendí el cambio de residencia de Morelia a Guadalajara, un cambió insignificante
en términos geográficos pero que resultó enorme a nivel emocional.
Por
primera vez estaba lejos de mis padres, presta para hacer de mi vida lo que a
mí se me antojara y sin la menor idea de lo que me esperaba. La universidad era
mi objetivo teórico, estaba ahí para aprender, convertirme en un adulto
responsable y formarme intelectualmente, estaba ahí para embeberme en el área
del conocimiento que había elegido y volverme una “profesional”. En teoría todo
tenía sentido y era “práctico”, en la vida real las cosas eran muy diferentes.
Desde
el primer día de clases un profesor me regresó a mis hábitos de estudio de la
preparatoria, al dictar sin ton ni son las normas de la clase y dividir al grupo en equipos para realizar
dinámicas de integración que me parecían infantiles y ridículas, esas primeras
clases marcaron mi peregrinar por los primeros años de universidad.
Navegaba
por los temas, las tareas, trabajos y lecturas sin la menor idea de lo que
estaba haciendo, tenía la perpetua sensación de no estar entendiendo bien qué
es lo que tenía que hacer, y cómo querían que lo hiciera. Los múltiples estilos
de enseñanza de mis maestros me confundían y la tolerancia y apertura de ideas
que decían tener me parecía siempre un enorme escudo protector contra aquellas
cosas que no toleraban.
Pasaba
de una clase de adoración al conductismo a tres horas de psicoanálisis en los
que se destazaba la materia anterior, para culminar la jornada con
explicaciones prácticas sobre cómo aplicar un test y clases elementales de
estadística. Todo esto aderezado por comentarios y actitudes “terapéuticas” por
parte de mis compañeros de clase.
¿Leer?
Me parecía una absoluta ridiculez, cargaba en mi mochila gruesos legajos de
fotocopias que sentía desconectados entre sí, los sacaba a orear de vez en
cuando y cuando intentaba leerlos, la realidad era tan contundente que ni
siquiera me atrevía a aceptarla: no entendía nada.
El
lenguaje, los términos, los planteamientos generales de las materias que debía
de estar aprendiendo estaban lejos de lo que mi realidad intelectual podía
entender. Lo que sucedió era de esperarse; empecé a tener malas calificaciones,
a faltar a clase y a cuestionarme seriamente la elección de carrera, lo peor
del caso es que empecé a sentirme incapaz intelectualmente.
Ahora
que soy maestra comprendo que atender a cada estudiante que pasa por el aula es
un trabajo titánico que muchos maestros universitarios no están dispuestos a
realizar, sé que lo que me sucedió tenía menos que ver con mi capacidad
intelectual y más con mi inmadurez emocional y el cambio de vida que
experimentaba fuera de la universidad.
El
caso es que sufrí los primeros años y leer era en gran medida la causa de mi
sufrimiento pues experimenté en todo su esplendor la sensación de no entender
lo que leía. Tuve que estar en el límite emocional y académico para darme
cuenta que mi problema no tenía que ver con escasas habilidades de lectura sino
con una confrontación emocional por parte de lo que leía.
Siempre
he sido dada a interiorizar lo que leo a volverlo mío e integrarlo en mi vida
diaria, la universidad por primera vez confrontaba tan profundamente lo que
creía creer y pensaba que eran mis opiniones, que simplemente construí una
barrera en torno a los textos asignados, así todo aquello que confrontará mi
realidad emocional y familiar lo excluía haciéndolo inentendible.
El
tiempo, una oportuna visita al oculista y el tino en comentarios, prácticas y clases de ciertos maestros me
ayudaron con mi problema de lectura-entendimiento y junto con toda la
experiencia entendí por primera vez que el fin último de la lectura es entablar
una buena charla con lo que se lee, construir significados, debatir ideas y
conocer otras formas de entender el mundo.
Así
después del trauma universitario llego la cura (literalmente) por la palabra, y
la vivencia fue tan contundente que ha marcado mi quehacer laboral, ¿después de
semejante conflicto con la lectura, por qué no dedicarse a trabajar sobre la
misma?
cj
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