Desde
pequeño, mi hijo mayor ha tenido la costumbre de dispararme las preguntas más
agudas, esas que hacen que uno pierda por un minuto su estabilidad adulta,
cuando estoy concentrada en ocupaciones mundanas, es decir, cuando estoy más
distraída.
Acostumbrada a sus dudas ontológicas, un día que pasé por él al colegio, me hizo quedar en ridículo conmigo misma. Apenas había subido al automóvil y se había acomodado en el asiento, me inquirió a quemarropa: “¿Conoces los ojos de dios?”. Inmediatamente calibré el mecanismo intelectual, pensé en una cantidad suficiente de variables que podrían haber puesto en su mente esta cuestión teológica. ¿Será una inquietud propia?, ¿de dónde se le ocurre que pueda dios ser un vidente?, ¿por qué me pregunta eso sabiendo que yo no creo en la existencia de un ser supremo?.
Acostumbrada a sus dudas ontológicas, un día que pasé por él al colegio, me hizo quedar en ridículo conmigo misma. Apenas había subido al automóvil y se había acomodado en el asiento, me inquirió a quemarropa: “¿Conoces los ojos de dios?”. Inmediatamente calibré el mecanismo intelectual, pensé en una cantidad suficiente de variables que podrían haber puesto en su mente esta cuestión teológica. ¿Será una inquietud propia?, ¿de dónde se le ocurre que pueda dios ser un vidente?, ¿por qué me pregunta eso sabiendo que yo no creo en la existencia de un ser supremo?.
Después
de un momento de sensata reflexión respondo que no. Entonces mete una mano en
la mochila y de entre los cuadernos extrae una pequeña cruz de palo que entrama
estambres de vivos colores formando un romboide. - “Lo hice hoy” – me dice,
ofreciéndomelo – “es un ojo de dios, así le dicen los huicholes”.
"¡Vaya!,
ahora me parece que sí los había visto antes, ¡es hermoso!", comenté. Entonces, llegó de entre mi memoria más remota, la escena en
que mi hermano mayor (después de
terminadas las abluciones de la semana mayor)
se encargaba de dibujar sobre el quicio de la puerta de entrada, el ojo
de la divina providencia… de dios.
La
maravilla de criar niños está en lo alerta que nos obligan a estar. Los niños
son un desafío constante a nuestra concepción del mundo, porque sus ojos
nuevos, que miran y descubren todo, ponen a prueba nuestras más sólidas
creencias, nos devuelven el valor y la belleza de las cosas simples, festivas y
llenas de colores. También, de vez en cuando, nos enseñan otras rutas de la
cultura y por supuesto, nos ayudan a
recuperar los recuerdos de lo que nos
constituye, más allá de lo que estamos dispuestos a aceptar.
A
raíz de este afortunado mal entendido, hicimos
una visita al Museo de Arte Huichol Wixarica donde pudimos conocer un poco más de esta
extraordinaria cultura, con una tradición literaria llena de historias que, por su carácter épico, son
fabulosas para contar a los niños.
sd
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