Cuando me inicié en el mundo de la lectura más allá de mis
prácticas personales, es decir como maestra, tallerista y demás monerías en las
que he participando en la búsqueda quimérica de “formar lectores”, me tomé tan en serio la tarea que me volví sin
quererlo o darme cuenta “la embajadora mundial de los lectores, las lecturas y
el mundo escrito que me rodeaba”
Mi juventud (de esos tiempos) y mis buenos deseos me hacían
saltar en defensa de la lectura a la menor provocación: si la plática tenía que
ver con política yo veía la forma de darle un giro y hablar de las necesidades
de lectura en el país, si algún familiar o amigo estaba pasando por un mal
momento lo primero que hacía era recomendarle un libro “que le cambiaría la
vida y lo ayudaría a salir del bache”, si yo estaba enferma, triste o dudosa
sobre cualquier asunto utilizaba los libros como si fueran ouijas o bolas de
cristal capaces de predecir el futuro. Pensaba que todo en el mundo sería mucho
más fácil si la gente compartiera mi afición por lo escrito y se interesara un
poquito más en cultivar sus gustos y habilidades literarias.
El problema, lo supe años después, es que la fuerza de mi
deseo tenía que ver simple y sencillamente con lo que YO necesitaba y
encontraba en la lectura, era la respuesta a mí vida en ese momento, a mis
miedos, frustraciones y soledades. En lugar de tratar de entender por qué la
lectura me parecía tan maravillosa y necesaria, me dedicaba a adoctrinar de
forma barata e irrespetuosa, no toleraba
que la gente hablara sin tapujos sobre
sus escasos hábitos lectores o las lecturas chatarras que a mi juicio
consumían.
Mi obstinación con la práctica me llevó como
si fuera un péndulo al extremo de lo que buscaba (o creía buscar) en un
principio, en lugar del dialogo abusaba de interminables y aburridos monólogos
y juzgaba con la mano en la cintura lo que se debía o no leer. Pero la vida es mucho más que lecturas y poco a poco empecé
a darme cuenta de mi falta de tolerancia y criterio cuando hablaba de leer, me percaté de cómo había caído en el templo de la adoración a la lectura
y comencé a buscar el pensamiento dialéctico por encima del autoritario.
Como
cualquier fanático en recuperación todavía no estoy del otro lado y
constantemente tengo que poner en tela de juicio mis piensos sobre las
prácticas de lectura; ¿esto me parece importante para otros o es lo que yo
necesito en este momento?, ¿quiero que lean por mí o por lo que pueden
encontrar en el texto?, ¿el libro que le cuento a mi hija lo leo para ella o
para mí?, ¿soy capaz de respetar la elección de no leer?, ¿cuánto entiendo de
la rebeldía en contra del texto?, ¿cómo me acerco a otras formas de lectura?,
¿por qué me siento amenazada o aludida de forma personal cuando hablan de sus
lecturas?...
Hay tantas preguntas como contextos y momentos para inquirir
sobre las prácticas personales y ajenas en torno a la lectura, el hecho es que
como cualquier otra actividad humana no puede ser un bastión de cambio
incuestionable y todopoderoso. Leer puede darnos mucho pero también puede no ser nada, puede
sanar pero también hacer un daño enorme (cuando se abusa del poder de las
palabras o se presume de intelectual de pacotilla), la lectura libera pero
también restringe y abruma, es una herramienta de cambio y a la vez una
poderosa arma de control.
Al final como dice el escritor Daniel Pennac en Como una novela, debe existir también el
derecho a no leer y en última instancia a callarse y dejar al otro hacer y leer
lo que se le antoje…
cj
Ilustración de Quentin Blake sobre los Derechos del Lector de Pennac
Esdrújula, he pasado por esos momentos aquí narrados. Quizá con un poco menos de vehemencia, pero también he levantado el estandarte de lo mejor es leer, sobre todo cuando tengo un grupo de profesores o maestros frente a mi.
ResponderEliminarProcuraré no convertir una invitación en una demanda.
Dulce