julio 09, 2012

Las lecturas obligadas.



Cuando empecé a dar clases de Literatura en bachillerato estaba convencida de que el mejor camino era dejar que los muchachos escogieran qué leer. Que de nada servía imponer textos que, aunque gloriosos, no les significaran nada, ya fuera por falta de experiencias  o  de conocimientos previos.  Tratándose de obras maestras,  vale más llegar tarde que temprano  a la cita.  Conozco a alguien que en la secundaria leyó obligadamente  La Ilíada, y no volvió a tocar un libro.
Con esta convicción, cualquier libro estaba permitido en mi clase, siempre y cuando se tratara de Literatura de verdad.  Ahí empezaron los problemas, no existe una definición precisa de literatura que se pueda mostrar a un alumno.  Lo que es y lo que no es literatura se aprende en el camino, mientras se lee. Por ese tiempo, podía vérseme leyendo simultáneamente cinco o seis libros desconocidos por mí y elegidos por mis alumnos. Me parecía que de la mano con el respeto por su libertad de elección, yo debía ser lo suficientemente responsable para acompañarlos en sus análisis e interpretaciones, con conocimiento de causa. Era demasiado, descubrí que no podría mantener semestre tras semestre ese ritmo y además estaba frustrándome;  tanto porque  mi propia libertad de elección quedaba limitada, como porque había quienes no estaban probando literatura de verdad.   
Comprendí que una libertad de esa dimensión tenía poco sentido. Varié la mecánica, formé una lista de libros conocidos por mí,  para poder dialogar sobre ellos, relacionándolos con la gran Historia de la Literatura. Procuré que en la lista no prevaleciera mi gusto personal, si quería conservar mi intensión original, tenía que haber títulos que representaran distintos gustos y niveles de lectores. Así podía sugerir lecturas atendiendo a las muy diversas personalidades e intereses en el grupo.
Quienes no leían nada podían iniciarse con autores clásicos pero sencillos: europeos del Romanticismo, hispanoamericanos del Boom, mexicanos de La onda. Para los alumnos que ya tenían arraigado el hábito de la lectura, podían incursionar en las grandes obras maestras clásicas y contemporáneas.  Cada trabajo que revisaba era distinto de otro, en extensión y en tema. Lo único que tenían en común era el método de análisis que  sus autores habían aprendido  en clase; aplicado en la medida de las posibilidades de cada uno, había trabajos básicos y otros de una profundidad impresionante,  dignos, créanme,  de avergonzar a estudiantes universitarios.
Mis alumnos estaban leyendo, estaban escribiendo sobre lo que leían, estaban comprendiendo lo que es la literatura en el campo de la lectura. Algo faltaba. Si muchas veces, el deseo por leer algún libro surge después de escuchar a alguien hablar sobre él, lo que hacía falta era que compartieran con sus compañeros su experiencia de lectura. Entonces se me ocurrió reservar unas cuantas sesiones, para que cada uno hablara del libro que había elegido leer. Más allá del método utilizado para un trabajo escrito, se trataba de que dijeran lo que  habían encontrado interesante, divertido, conmovedor, intrigante.Si la experiencia no había resultado satisfactoria, no necesitaron mentir alabando lo que no disfrutaron, pudieron hablar en los términos de su decepción. Pero, sí la lectura les había gustado, algo asombroso pasaba, descubrí muy pronto que nadie como ellos mismos para generar expectativa  y para incitar.
No tardó en generarse un contagio maravilloso. Libros iban y venían, de mano en mano, ya no como lecturas obligadas, sino como un acto totalmente libre y voluntario, sin calificación. Fuera de clase empezaron a escucharse charlas sobre Kundera, sobre García Márquez, sobre Camus, sobre Rulfo y también sobre otros menos populares, pero igualmente magníficos.  Sigo convencida de que para enseñar Literatura es necesario renunciar a la lectura de “los indispensables” hay que dejar que el que quiere leer El principito lo lea con la misma libertad que aquel  que quiere leer Cien años de soledad. Sólo así  enseñamos  a amar la Literatura. No hay lecturas obligadas,  lo que se debería de leer  sólo es lo que se quiere leer.
sd

1 comentario:

  1. Increíble! Me hubiera encantado tener una clase de literatura tan rica como la que describes, como la tuya :) qué padre es saber, que el interés surge por sí solo! Saludos

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