Cuando empecé a dar clases de Literatura en bachillerato
estaba convencida de que el mejor camino era dejar que los muchachos escogieran
qué leer. Que de nada servía imponer textos que, aunque gloriosos, no les
significaran nada, ya fuera por falta de experiencias o de
conocimientos previos. Tratándose de obras
maestras, vale más llegar tarde que temprano
a la cita. Conozco a alguien que en la secundaria leyó
obligadamente La Ilíada, y no volvió a tocar un libro.
Con esta convicción, cualquier
libro estaba permitido en mi clase, siempre y cuando se tratara de Literatura
de verdad. Ahí empezaron los problemas,
no existe una definición precisa de literatura que se pueda mostrar a un alumno. Lo que es y lo que no
es literatura se aprende en el camino, mientras se lee. Por ese tiempo, podía vérseme
leyendo simultáneamente cinco o seis libros desconocidos por mí y elegidos por
mis alumnos. Me parecía que de la mano con el respeto por su libertad de
elección, yo debía ser lo suficientemente responsable para acompañarlos en sus
análisis e interpretaciones, con conocimiento de causa. Era demasiado, descubrí
que no podría mantener semestre tras semestre ese ritmo y además estaba frustrándome;
tanto porque mi propia libertad de elección quedaba limitada,
como porque había quienes no estaban probando literatura de verdad.
Comprendí que una libertad de esa
dimensión tenía poco sentido. Varié la mecánica, formé una lista de libros conocidos
por mí, para poder dialogar sobre ellos,
relacionándolos con la gran Historia de la Literatura. Procuré que en la lista
no prevaleciera mi gusto personal, si quería conservar mi intensión original,
tenía que haber títulos que representaran distintos gustos y niveles de
lectores. Así podía sugerir lecturas atendiendo a las muy diversas
personalidades e intereses en el grupo.
Quienes no leían nada podían
iniciarse con autores clásicos pero sencillos: europeos del Romanticismo,
hispanoamericanos del Boom, mexicanos de La onda. Para los alumnos que ya
tenían arraigado el hábito de la lectura, podían incursionar en las grandes
obras maestras clásicas y contemporáneas. Cada trabajo que revisaba era distinto de
otro, en extensión y en tema. Lo único que tenían en común era el método de
análisis que sus autores habían
aprendido en clase; aplicado en la
medida de las posibilidades de cada uno, había trabajos básicos y otros de una
profundidad impresionante, dignos, créanme,
de avergonzar a estudiantes
universitarios.
Mis alumnos estaban leyendo,
estaban escribiendo sobre lo que leían, estaban comprendiendo lo que es la
literatura en el campo de la lectura. Algo faltaba. Si muchas veces,
el deseo por leer algún libro surge después de escuchar a alguien hablar sobre
él, lo que hacía falta era que compartieran con sus compañeros su experiencia de
lectura. Entonces se me ocurrió reservar unas cuantas sesiones, para que cada
uno hablara del libro que había elegido leer. Más allá del método utilizado
para un trabajo escrito, se trataba de que dijeran lo que habían
encontrado interesante, divertido, conmovedor, intrigante.Si la experiencia no había
resultado satisfactoria, no necesitaron mentir alabando lo que no disfrutaron,
pudieron hablar en los términos de su decepción. Pero, sí la lectura les había gustado,
algo asombroso pasaba, descubrí muy pronto que nadie como ellos mismos para
generar expectativa y para incitar.
No tardó en generarse un contagio
maravilloso. Libros iban y venían, de mano en mano, ya no como lecturas
obligadas, sino como un acto totalmente libre y voluntario, sin calificación.
Fuera de clase empezaron a escucharse charlas sobre Kundera, sobre García Márquez,
sobre Camus, sobre Rulfo y también sobre otros menos populares, pero igualmente
magníficos. Sigo convencida de que para
enseñar Literatura es necesario renunciar a la lectura de “los indispensables”
hay que dejar que el que quiere leer El
principito lo lea con la misma libertad que aquel que quiere leer Cien años de soledad. Sólo así
enseñamos a amar la Literatura. No
hay lecturas obligadas, lo que se
debería de leer sólo es lo que se quiere
leer.
sd
Increíble! Me hubiera encantado tener una clase de literatura tan rica como la que describes, como la tuya :) qué padre es saber, que el interés surge por sí solo! Saludos
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