agosto 10, 2012

Leer en la universidad


En mi entrada anterior sugerí que durante mis años como universitaria la lectura se convirtió por primera vez en mi vida en un acto doloroso, y hablo de dolor en el sentido amplio del término: leer me producía enormes dolores de cabeza, además de hacerme sentir siempre fuera de lugar.

Empecé la universidad con la candidez y expectativa de una adolescente que no tenía la menor idea de lo que iba a hacer de su vida, elegí estudiar  psicología porque me interesaba la mente, la locura y temas del tipo, pero no tenía ninguna certeza o noción de lo que  realmente estudiaba esta rama del conocimiento. Con la misma incertidumbre con la que inicié la licenciatura emprendí el cambio de residencia de Morelia a Guadalajara, un cambió insignificante en términos geográficos pero que resultó enorme a nivel emocional.

Por primera vez estaba lejos de mis padres, presta para hacer de mi vida lo que a mí se me antojara y sin la menor idea de lo que me esperaba. La universidad era mi objetivo teórico, estaba ahí para aprender, convertirme en un adulto responsable y formarme intelectualmente, estaba ahí para embeberme en el área del conocimiento que había elegido y volverme una “profesional”. En teoría todo tenía sentido y era “práctico”, en la vida real las cosas eran muy diferentes.

Desde el primer día de clases un profesor me regresó a mis hábitos de estudio de la preparatoria, al dictar sin ton ni son las normas de la clase  y dividir al grupo en equipos para realizar dinámicas de integración que me parecían infantiles y ridículas, esas primeras clases marcaron mi peregrinar por los primeros años de universidad.

Navegaba por los temas, las tareas, trabajos y lecturas sin la menor idea de lo que estaba haciendo, tenía la perpetua sensación de no estar entendiendo bien qué es lo que tenía que hacer, y cómo querían que lo hiciera. Los múltiples estilos de enseñanza de mis maestros me confundían y la tolerancia y apertura de ideas que decían tener me parecía siempre un enorme escudo protector contra aquellas cosas que no toleraban.

Pasaba de una clase de adoración al conductismo a tres horas de psicoanálisis en los que se destazaba la materia anterior, para culminar la jornada con explicaciones prácticas sobre cómo aplicar un test y clases elementales de estadística. Todo esto aderezado por comentarios y actitudes “terapéuticas” por parte de mis compañeros de clase.

¿Leer? Me parecía una absoluta ridiculez, cargaba en mi mochila gruesos legajos de fotocopias que sentía desconectados entre sí, los sacaba a orear de vez en cuando y cuando intentaba leerlos, la realidad era tan contundente que ni siquiera me atrevía a aceptarla: no entendía nada.

El lenguaje, los términos, los planteamientos generales de las materias que debía de estar aprendiendo estaban lejos de lo que mi realidad intelectual podía entender. Lo que sucedió era de esperarse; empecé a tener malas calificaciones, a faltar a clase y a cuestionarme seriamente la elección de carrera, lo peor del caso es que empecé a sentirme incapaz intelectualmente.

Ahora que soy maestra comprendo que atender a cada estudiante que pasa por el aula es un trabajo titánico que muchos maestros universitarios no están dispuestos a realizar, sé que lo que me sucedió tenía menos que ver con mi capacidad intelectual y más con mi inmadurez emocional y el cambio de vida que experimentaba fuera de la universidad.

El caso es que sufrí los primeros años y leer era en gran medida la causa de mi sufrimiento pues experimenté en todo su esplendor la sensación de no entender lo que leía. Tuve que estar en el límite emocional y académico para darme cuenta que mi problema no tenía que ver con escasas habilidades de lectura sino con una confrontación emocional por parte de lo que leía.

Siempre he sido dada a interiorizar lo que leo a volverlo mío e integrarlo en mi vida diaria, la universidad por primera vez confrontaba tan profundamente lo que creía creer y pensaba que eran mis opiniones, que simplemente construí una barrera en torno a los textos asignados, así todo aquello que confrontará mi realidad emocional y familiar lo excluía haciéndolo inentendible.

El tiempo, una oportuna visita al oculista y el tino en comentarios, prácticas y clases de ciertos maestros me ayudaron con mi problema de lectura-entendimiento y junto con toda la experiencia entendí por primera vez que el fin último de la lectura es entablar una buena charla con lo que se lee, construir significados, debatir ideas y conocer otras formas de entender el mundo.

Así después del trauma universitario llego la cura (literalmente) por la palabra, y la vivencia fue tan contundente que ha marcado mi quehacer laboral, ¿después de semejante conflicto con la lectura, por qué no dedicarse a trabajar sobre la misma?

cj

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